por laura alcoba
Las asimetrías existentes en nuestra sociedad con el paso del tiempo- han sido poco a poco internalizadas. Munchas cuestiones vienen naturalizadas y nos conducen, ya casi sin asombro, a repetir cosas como: “qué fenómeno este Messi que firma un contrato por 80 millones de euros” o que Catherin Z. Jones (actriz norteamericana) gane 6500 dólres por minuto en una filmación publicitaria de shampoo. Cuando uno toma distancia y la fascinación o el fanatismo se suspende un segundo, uno debería sorprenderse acerca de cómo puede suceder que este “fenómeno” del deporte y esta diosa hollywoodense sean simples íconos del éxito, mientras los habitantes del segundo cordón del conurbano bonaerense -que subsisten como pueden- son ejemplos de barbarie en boca de políticos y periodistas, aunque también de la “gente común”, son “asesinos”, “delincuentes”, “analfabetos utilizados en las prebendas electorales” en boca de “Lilita”.
Hace pocas semanas en un diario nacional leíamos que dos ONGs norteamericanas estimaron en números concretos alguno de los desequilibrios que reinan en este mundo “patas para arriba”, sin recurrir, en este caso, a los ejemplos del deporte o el espectáculo que divierte a multitudes o que ayuda a reproducir injusticias recreando mundos fantásticos de mansiones de lujo y cabellos sedosos y brillantes. El ejercicio matemático simple y contundente mostraba que tomando 50 ejecutivos de las empresas líderes del sector financiero mundial en el año 2007, en comparación con el ingreso promedio de un trabajador estadounidense, revelaba que uno de esos ejecutivos recibe por su labor 19 mil veces el salario de un trabajador promedio. Con lo cual, un asalariado debería trabajar tan solo 1.580 años para igualar los ingresos mensuales de este señor, dicho de otra forma unos 19.000 meses. Después de semejante afirmación, debería quedar claro que es una pantomima aquello de que el mercado es el mejor asignador de recursos y beneficios gracias a su “racionalidad”. Este uso irracional del excedente económico nos obliga a ver la existencia del poder, no sólo económico sino fuertemente ideológico que nos atraviesa a todos y que pone freno a cualquier intento de rebelión de 19.000 trabajadores frente a un solo ejecutivo.
Más de 30 años han posibilitado estos desequilibrios descomunales que permiten ver la crudeza de los problemas que genera en nuestras realidades cotidianas. Si no cómo se entiende que, ante tamaña injusticia, haya quienes sostengan como un problema la asignación familiar por parte del Estado de $150 en aquellos hogares donde hay desempleo. Sin embargo, sucede cotidianamente que tanto la oposición política como la “gente común” sostienen que el Estado no debe interferir en el juego del mercado, que toda ayuda social es clientelismo político y que la jugada acertada y tolerada es dar libertad a “pequeños productores” a realizarse libremente por la dinámica del mercado internacional. Que lo que “pide el mundo” son granos y que cuando ellos crezcan el derrame generará que se dinamicen las economías regionales, que se multiplique el comercio en los pueblos y ciudades, reactivando un círculo virtuoso de empleo y riquezas para el conjunto de la patria federal.
Mucho más simple, y sin tanta vuelta, sería ensayar posibilidades acerca de qué sucedería si 19.000 trabajadores duplicaran su ingreso, si las familias de estos trabajadores pudieran consumir lo suficiente para vivir dignamente, si la sociedad en su conjunto en lugar de admirar a los “ganadores” de la injusticia, admiraran a los trabajadores cuando presionan al sistema económico para corregir tamañas inequidades. Qué pasaría si la clase política colonizada, en lugar de amparar a un sector concentrado de la agricultura agroexportadora y que hoy incentiva un retorno suicida al FMI, pusiera su empeño en proteger o representar a quienes sufren las opresiones cotidianas de la injusticia.
Cómo sería nuestra patria si nos ocupáramos de distribuir en función de lograr un crecimiento sostenido sobre la base de un modelo productivo que beneficie el bienestar de las mayorías, que anteponga el desarrollo al crecimiento. Quizás hasta podríamos soñar que en las barriadas humildes puedan imaginar un futuro de dignidad no sólo mediante fantasías de la destreza de un niño en el juego como posibilidad de que en el barrio emerja otro Tevez, o por la posibilidad irrisoria de que la televisión convierta el sueño de ser millonario.
No sería una novedad para nadie que afirmemos aquí que el desarrollo de la industria repercute en todas las ramas o sectores de la economía como así también en los sueños. La generación de valor agregado, de puestos de trabajo, la posibilidad de achicar la brecha de la inequidad, fortalecería, a su vez, su dinámica propia, al permitir el ingreso de más trabajadores al consumo. Para esto es indispensable distribuir, antes que nada. Y para esto, el rol que pueda desempeñar el Estado es esencial e imprescindible, ya que el mercado es sólo instrumento de los poderosos, de los que acumulan, los que obligan a estos desequilibrios criminales.
Es fundamental que el Estado intervenga en el circuito de acumulación con capacidad de apropiación y de torcer la dirección en que se reinvierte el excedentes económicos, en función de desarrollar y ampliar la escala productiva. Lo que ocurre generalmente en economías periféricas como la nuestra es que ese poder lo tienen otros, perfilando los destinos de la riqueza nacional hacia la inversión financiera en el extranjero, sin importar el domicilio de su propietario.
Esta dinámica nos conduce a una distribución regresiva, donde los únicos sectores con capacidad de compra, de consumo, son reducidos. Por lo cual toda actividad económica intenta estrategias de venta para grupos minúsculos de altos ingresos, la producción se destina a bienes de lujo y a la publicidad para seducirlos. Lo correcto sería impulsar una distribución equitativa que desarrolle condiciones adecuadas para destinar la inversión a sectores de consumo masivo, con restricciones al movimiento y fuga de capitales, que se pondere la reinversión productiva por sobre la valorización financiera.
Por lo dicho hasta acá, el problema esencial no es crecer simplemente, no basta con medir los puntos de variación del PBI año a año, sino que es necesario un análisis pormenorizado de su estructura, de su composición, ver qué determina su crecimiento, en qué sectores, con cuáles efectos para el conjunto social. Es en función de estas observaciones que quedan evidenciados los daños que supone una estructura productiva sobre la base de exportaciones de bienes primarios.
De todos modos, no queremos caer en infantilismos de pensar un Estado flotando en el aire, reconocemos su condición en tanto expresión de conflictos contrapuestos, de cristalización de relaciones de poder que presionan por torcer de un modo u otro los términos en que se dirime la acumulación económica y el poder político-social. En países como el nuestro supone, además, presiones por parte del capital internacional en tanto condición de subsidiarios del mercado mundial, a lo que se agrega la conflictividad social entre sectores del capital (unos concentrados, otros frágiles, menos dinámicos) como también entre clases, debido a los altos índices de pobreza y exclusión. En función del peso ideológico con que opera el sistema, muchas veces olvidamos que la apropiación del excedente económico se crea y se extrae por varios mecanismos económico-políticos que exigen un determinado tipo de estado. Por lo cual, toda apelación a su no intervención no es simplemente evitar su incidencia, sino más bien quebrar su intervención en pos de favorecer la reproducción de determinados sectores del capital, un sinfín de ejemplos dan cuenta de cómo el Estado argentino permitió a grupos económicos la acumulación de riquezas y poder.
A diario repiten y repetimos por nuestra condición de sujetos ideológicos- que la administración del Estado es una estructura anacrónica, sin incidencia, un simple aparato que administra la fuerza pública en función de reprimir los conflictos que genera el libre juego del mercado. Es esta una de las batallas ideológicas más fuertes; no es sólo la mentira de que el mercado es un asignador racional, sino que demás, la maximización del capital se direcciona hacia sectores con altos beneficios, de carácter concentrado y de poca necesidad de inversión, para lo cual las regulaciones y facilidades por parte del Estado son un componente esencial en el desarrollo del capitalismo monopólico. El Estado permite el desarrollo de inversiones, disminuye los riesgos que supone la inversión, facilita el acceso a recursos naturales o materias primas, disciplina y controla el salario, estatiza pérdidas, privatiza beneficios.
Bajo el supuesto corriente y acrítico de que la necesidad de inversión extranjera es lo que permite el crecimiento, con fuerte eco en la clase política cipaya, se presiona por un lado contra la regulación que favorece a las mayorías, mientras por otro se condena al sometimiento ciego que dictamina el poder económico, el cual, una vez que concluye su circuito de generación de excedentes, gira esa ganancia al exterior (a su casa matriz las filiales extranjeras, a la valorización financiera los grupos locales) y aquí sólo queda el pesar de un país que sacrifica su bienestar, su soberanía, a costa de miseria y conflictividad social.
Por lo tanto, estamos obligados a analizar mejor quiénes son los que se apropian del excedente económico, en cada conflicto distributivo es sustancial ver la disputa entre ganadores y vencidos, tanto entre fracciones del capital como entre el capital y el trabajo. Observar, además, aquellos mecanismos que facilitan la creación y extracción de ese excedente, los marcos institucionales y regulatorios que favorecen el desarrollo de esos procesos. Con la firme convicción que el producto de la economía es siempre un producto social y está sujeto a la lucha por su apropiación, aunque con poderes diferenciales, pero siempre abierto a la disputa.
Es ante todo esencial, como estrategia para acrecentar el poder de los débiles, vencer la batalla ideológica que admira las injusticias más grotescas y que condena la miseria de los más golpeados.
En este sentido, nos complace Carlos Heller, el haber invertido a tiempo la frase, concluyendo que es necesario “Distribuir para crecer y no crecer para distribuir”.
junio/julio 2009
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