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jueves

El lado B de la Marca de Rosario

Desigualdad y violencia narco en el epicentro de la prosperidad sojera

por Patricia Ventrici
Hace ya varios años que Rosario se transformó en una de las ciudades más visibles -y publicitadas- del país. Las sucesivas gestiones socialistas municipales y provinciales pusieron un especial empeño en las estrategias de marketing político que supieron implantar con bastante éxito la idea de una ciudad renovada, moderna, tolerante, próspera y cosmopolita. Sin embargo, en estos últimos tiempos como nunca antes, esa imagen se resquebraja. Y las grietas se abren a fuerza de una escalada de muertos en las calles.

El lado B de la Marca Rosario quedó al descubierto mostrando con crudeza los contrastes de una ciudad fuertemente atravesada por la desigualdad y por la violencia desatada. Los números son contundentes e irrefutables. En lo que va del 2013[1], se registraron en el Departamento de Rosario 86 asesinatos. En 2012, la cantidad de homicidios ascendió a 183, llevando la tasa a 15,3 cada 100 mil habitantes, un indicador que supera ampliamente los guarismos de ciudades de similar tamaño (Córdoba tiene una tasa de 6,5) y que  triplica la media nacional, -estimada en 5,5-,  acercando a Rosario a los índices de Miami o Chicago. De acuerdo a la caratulación inicial, la amplia mayoría de las muertes son producto del enfrentamiento entre bandas delictivas organizadas, es decir, son el saldo de una guerra narco que viene agudizándose aceleradamente en los últimos años, cuyo escenario principal son las zonas más empobrecidas de la ciudad.

En paralelo al abandono de las periferias por parte del gobierno municipal y provincial, se consolidó un proceso de feudalización de los barrios carenciados por parte de las distintas fracciones narcos que permanentemente disputan por zonas donde emplazar sus negocios. El entramado de esta economía ilegal es de gran complejidad e incluye varios actores necesarios, entre los cuales el Estado tiene un papel protagónico por omisión pero también por acción. Así lo demuestran los altos niveles de connivencia entre la policía y las bandas, tanto a nivel micro (regenteo de los territorios para garantizar zonas liberadas) como en las respectivas jefaturas, tal como se evidenció a partir del reciente procesamiento del ex jefe de la policía provincial -Hugo Tognoli- por estrechas vinculaciones con el narcotráfico. Complementariamente, el reaseguro de la impunidad lo aporta buena parte del sistema judicial, que obstruye y dilata las investigaciones, que sistemáticamente se limitan a encarcelar a los eslabones más débiles de la cadena sin profundizar en los niveles superiores ni en las estrategias financieras -la ruta del dinero- de este megacomercio. Completa el cuadro la inacción del gobierno provincial, que ha decidido tácitamente renunciar a la conducción política de la fuerza de seguridad y parece sumido en una radical desorientación que lo ubica peligrosamente entre la impotencia y la complicidad.

Con este desborde de violencia inocultable, el socialismo se enfrenta al síntoma dramático de la lógica excluyente de su modelo de construcción de ciudad. Si bien sabemos que la narcocriminalidad es un fenómeno de escala nacional e internacional del que -en mayor o menor medida-  ninguna gran ciudad está exenta, las dimensiones y la intensidad que asume este problema actualmente en Rosario se explican, en buena parte, por la profundización de una dinámica de fragmentación social que ha generado una ciudad atravesada por una desigualdad estructural en un contexto de sostenido crecimiento. A la par que se incrementa la producción y las ganancias del sector agropecuario (en el año 2012 Santa Fe exportó productos agrícolas por un valor de 23 millones de dólares, más de dos veces y medio de lo que colocaba en 2003[2]) el excedente de esa rentabilidad se vuelca principalmente a la especulación inmobiliaria en Rosario, multiplicando las edificaciones de alta gama en el centro, los countries en las periferias y expandiendo las viviendas ociosas en toda la cuidad, construidas con el fin exclusivo de funcionar como reserva de valor de las ganancias del agronegocio. Esta dinámica, acentúa el ya gravísimo déficit habitacional de la región y profundiza el escenario de desigualdad.

Los gobiernos socialistas –especialmente en las últimas administraciones- han diseñado sus políticas en función de las zonas más prósperas del entramado urbano,  retirándose progresivamente de las áreas más carenciadas. El gobierno de la imagen y del marketing gestiona para la llamada “zona central”; Rosario es un cuarto de Rosario cuando de políticas públicas de desarrollo se trata. El Secretario de Planeamiento Urbano de la Municipalidad (Pablo Barese) lo plantea abiertamente: “La idea del Ejecutivo es que la ciudad debe consolidarse en los lugares donde hoy hay infraestructura antes que extenderse hacia otras zonas. Nuestra política durante los últimos 20 años ha sido esa, consolidar las áreas mayormente pobladas y con mejores servicios. No buscamos una ciudad extendida”[2]. Bajo esta concepción política se sentaron las condiciones de posibilidad de una ciudad signada por los contrastes y, por tanto, por la violencia, que se complejizó de manera inédita a partir de la incursión de los grupos narcos.

Así como soportan las consecuencias de la falta de infraestructura básica y de acceso a los servicios elementales para vivir dignamente, los habitantes de los barrios más pobres de Rosario son también quienes más padecen esta nueva configuración de la violencia. En la medida en que el barrio se convierte en el elemento de disputa y en el foco de los enfrentamientos permanentes entre las distintas bandas, la vida cotidiana de las familias se ve completamente atravesada por una sensación constante de amenaza que, además de aterrorizar, restringe enormemente sus actividades y las posibilidades de la vida social. En este marco de creciente colonización narco de los barrios, aparece un nudo problemático fundamental: el reclutamiento de los pibes para utilizarlos como “soldaditos”, es decir,  como mano de obra en la base de la pirámide del narcotráfico. Diariamente, son estos pibes quienes sostienen la comercialización en las calles, los que ponen el cuerpo en los choques armados y quienes son encarcelados en los operativos efectistas que la policía provincial multiplica de manera proporcional a la difusión mediática del número de asesinatos. El éxito de esta cooptación debe pensarse  a partir de la realidad material de estos jóvenes. Por un lado, para sobrevivir se ven enfrentados a elegir entre el ingreso a algún trabajo precarizado y de sobreexplotación (10 a 12 horas por día a razón de $8 a $10 la hora, en rubros como la construcción) o incorporarse a la trama de esta economía ilegal que, aún con los graves riesgos que conlleva, les permite, además, cumplir de manera mucho más efectiva e inmediata con el imperativo excluyente de la sociedad contemporánea: el consumo como marca de status. Así es como esta pertenencia, además de ser una salida económica, se transforma también en un recurso privilegiado de construcción de identidad y prestigio.

Con el avance de este fenómeno, de manera más reciente comenzó a registrarse otra manifestación alarmante: los asesinatos de militantes de base en los barrios como consecuencia de las cruentas dinámicas impuestas por las bandas narcos. El primer hecho difundido fue el asesinato  -por equivocación, en el marco de un enfrentamiento entre grupos enemigos- de tres militantes del Movimiento 26 de junio en Villa Moreno, en enero del 2012. En los últimos meses se sumó el asesinato de una referente del barrio Ludueña -que quedó atrapada en un tiroteo-  y la confusa balacera a tres militantes del Movimiento Evita en Nuevo Alberdi.

La organización popular, naturalmente, es un claro obstáculo para la consolidación del poder de estas mafias sobre los territorios y por eso, empieza a configurarse como un serio oponente. Esta situación habla a las claras de una complejización de la presencia narco, que empieza a dar una pelea política, aspirando a desplazar a las organizaciones a fin de ocupar un lugar de referencia único que le permita garantizar su dominación territorial.

La complejidad de este entramado socio-económico y cultural en los barrios anuncia la configuración de un nuevo tipo de conflictividad social que obliga a repensar las lógicas de intervención estatal y militante. En Rosario, los movimientos sociales y las organizaciones militantes son quienes se han puesto al frente, visibilizando la problemática; el Estado provincial, mientras tanto, insiste en la política de la negación y el marketing. 

[1] Del 01/01 al 12/5/2013
[2] Fuente: Centro de Exportadores de Cereales (CEC) y la Cámara de la Industria Aceitera de la República Argentina (Ciara
[3]Declaraciones para la revista Impulso Negocios del 23/01/2013. Las zonas a las que se refiere son el área central (Boulevard Oroño- Avenida Pellegrini) y el primer anillo perimetral (Avenida Francia- Boulevard 27 de febrero)

Mayo 2013

1 comentario:

Ciencias Sociales del Instituto Saint Exupery, tiene su blog. dijo...

Qué excelente artículo!! Están planteados y analizados todos los "lados" del conflicto, el A, B, C, Z... es excelente!!!